sábado, 20 de febrero de 2010

Uribe y el debate académico | ELESPECTADOR.COM

Uribe y el debate académico
Por: Álvaro Camacho Guizado

EL RECIENTE DEBATE CELEBRADO EN la Universidad Jorge Tadeo Lozano entre el presidente Uribe y un selecto grupo de intelectuales académicos ha sido un escenario propicio para que se demuestren varias realidades:

Una primera es la constatación de que los sectores más ilustrados y pensantes de la sociedad colombiana no apoyan al Presidente, y que le sacan a relucir varias lacras de su largo mandato: el invento del llamado Estado de opinión, la corrupción, la connivencia de algunos de sus más caros amigos con el paramilitarismo, la clara decisión de favorecer a los más ricos del país en desmedro de los más pobres, la intolerancia, el reemplazo de las instituciones por caprichosas decisiones que en mala hora se le ocurren, la complacencia con las mediocridades demostradas por varios de sus ministros; en fin, una sarta de cuestiones que parecen ser corrientes en ese sector de la población.

Pero Uribe no tiene un pelo de tonto: a la crítica de que es un autoritario populista respondió que si lo fuera no habría aceptado el debate: quería demostrar que es un demócrata integral y que está dispuesto a recibir madera en las universidades y recintos del pensamiento. Así quería ganarse al auditorio y a los medios de comunicación que publican lo que él dice y no lo que le dicen sus críticos. No es un secreto que los desprecia, y de allí que las críticas que le hagan le resbalen. No hay que olvidar que en más de una ocasión se ha referido a ellos como señoritos bogotanos de coctel.

Ya uno se imagina a algunos columnistas de prensa alabando la valentía y la capacidad dialéctica de Uribe, y arguyendo que ésta ha sido una prueba más de la enorme distancia ideológica entre una élite de académicos críticos y el resto del país: “el pueblo”, la verdadera opinión pública, de la cual él es el representante más reconocido.

Es claro que hay una gran distancia entre un grupo selecto de académicos: esto, que es normal en cualquier sociedad, en la nuestra es más evidente dada la gran desigualdad de oportunidades entre quienes pueden acceder a la educación superior y quienes deben permanecer anclados en los más bajos escalones educativos. Y que hay una gran distancia entre quienes controlan los principales medios de comunicación y quienes no tienen acceso a una información democrática, libre y veraz. Pero sobre todo entre quienes tienen la posibilidad de manejar a su antojo una política económica que tiene como fundamento justamente el mantenimiento y profundización de esas desigualdades.

En estas condiciones no es de sorprender que un mandatario hábil y locuaz se conquiste al “pueblo” con una retórica que le llegue al corazón, y que lo trate de convencer de que él, el mandatario, es lo más cercano a un hombre providencial.

Sin embargo, no todo puede ser color de rosa para ese mandatario: a veces hace y dice cosas que ni el mismo “pueblo” se traga: lo de financiar jóvenes delatores es un caso ejemplar. Parece que allí va a tener que recular, aunque su terquedad es bien conocida. Otro tanto podrá ocurrir con el engendro de la emergencia social: en esto la retórica presidencial no va a poder ocultar la metida de pata de un ministro cuya renuncia debería estar ya en el escritorio presidencial.

En fin, Uribe es inmune a la crítica, pero no tanto.

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Álvaro Camacho Guizado"

Los peligros del Estado de opinión | ELESPECTADOR.COM

Los peligros del Estado de opinión | ELESPECTADOR.COM: "Los peligros del Estado de opinión
Por: Álvaro Camacho Guizado

JOSÉ FERNANDO ISAZA HA VENIDO desnudando varios de los problemas del llamado Estado de opinión, que parece ser el último gran argumento politológico de Uribe y su ex asesor Gaviria. Creo que es posible agregar algunos argumentos a los expresados por Isaza.

En primer lugar, debe quedar claro que ese Estado de opinión tiene dos caras: de una parte, el Estado; de la otra, la opinión. En cuanto al primero, es necesario examinar su osatura, su fortaleza institucional y sus orientaciones generales. Por osatura entiendo la cualidad de contar con órganos independientes: el Legislativo y el Judicial, que finalmente actúan como controles del Ejecutivo. La fortaleza institucional se refiere a que esos órganos tengan la suficiente independencia de manera que se puedan regir por estatutos propios que garanticen su libertad de acción. Y las orientaciones generales se refieren a los principios éticos y políticos que le dan legitimidad, tales son la libertad, la equidad, la justicia, en fin, la democracia y la obligación de responder ante la sociedad por sus actuaciones. La vigencia de estos principios define a un Estado de Derecho.

En lo que respecta a la opinión, es necesario reconocer que, contra lo afirmado por el Presidente y su escudero, ésta no es homogénea. De hecho, va desde la opinión ilustrada, culta y reflexiva, que basa sus puntos de vista en el análisis cuidadoso de las acciones del Estado, hasta lo que el psicólogo francés Gustave Le Bon denominó la muchedumbre, lo que despectivamente han denominado algunos analistas el vulgo, el populacho, que se guía por los medios de comunicación, por la retórica, la demagogia, las ofertas de beneficios personales o grupales, pero de corto plazo, y hasta el supuesto carisma de los gobernantes o dirigentes. Entre los extremos del espectro se encuentra una opinión pública que puede compartir rasgos de las anteriores, o que simplemente no se inmiscuye en los temas de lo político. Es posible, por lo demás, que sus preocupaciones se refieran más a lo público, a aquello que la afecte de manera directa. Hay, así, una opinión pública que se expresa frente a los actos de los gobernantes, pero hay otra que se preocupa por las condiciones de su vida cotidiana en el entorno social.

Cualquier observador que pertenezca a la primera categoría debe reconocer que un Estado que le otorgue primacía a la opinión pública corre el riesgo de atentar contra las fortalezas del Estado de Derecho, y ponga a éste a actuar conforme a las veleidades de la opinión pública del otro extremo. La popularidad, por ejemplo, se convierte en aspiración rectora, y a ella se pueden sacrificar los principios de la institucionalidad con base en el argumento de que esa popularidad es una medida de democracia. Con el argumento de que “la voz del pueblo es la voz de Dios” es posible cometer cualquier tipo de abuso o tropelía, siempre y cuando se cuente con el beneplácito de las masas.

No voy a cometer la tontería de recordar a Hitler y otros dictadores menos feroces pero no menos dictadores y no menos habilidosos en el manejo de la opinión pública. Simplemente quiero decir que la grandeza de un gobernante no se mide por la popularidad que concita en “el pueblo”, sino por su dedicación a cumplir con los preceptos ineludibles del Estado de Derecho y por su renuncia al Estado de opinión.

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Álvaro Camacho Guizado"