domingo, 10 de julio de 2011

Desde el andén | ELESPECTADOR.COM

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Por: Alfredo Molano Bravo

AHORA, CUANDO SE VUELVE A PONER de moda hablar de la Constitución del 91, meto la cucharada, a mi manera, porque soy algo tosco para las disciplinas jurídicas y muy torpe para entender las mediaciones del derecho.


Se dice que es la del 91 la primera Carta que no fue producto de una guerra civil y que, por el contrario, fue redactada para evitarla. Ni lo uno ni lo otro, pienso. No se puede olvidar lo que vivíamos en la década del 80: la eliminación sangrienta de un partido político —la UP—, el fortalecimiento de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar —Farc, Eln, Epl, M-19—, la toma del Palacio de Justicia, las bombas de los Extraditables, la creación del paramilitarismo. El país era una bomba a punto de explotar. Los partidos, la Iglesia y —a regañadientes— los militares tuvieron que aceptar el reto de aflojarle la cinta al macho para que no se reventara. No era tanta la generosidad ni tanto el patriotismo. La jugada salió bien no porque los patriarcas se lo hubieran propuesto, sino porque, en cierta medida, resultó lo que temían: que el organismo rompiera la camisa que le habían impuesto y legislara a diestra y siniestra fundado en el concepto de igualdad —extraño a nuestra tradición política—, un principio que se puso en juego desde el principio y que permitió que las principales fuerzas políticas tuvieran idéntico poder: tres presidentes, Serpa, Gómez y Navarro. Las mesas de tres patas no cojean. Sin embargo, la igualdad no era —y no ha sido— suficiente para que la Constitución se convirtiera en un acuerdo sobre lo fundamental. Faltó la participación de la Coordinadora Guerrillera. Estuvo a punto de lograrse. La diferencia en el número de representantes, siendo grande, no era insuperable: 23 representantes pedían los insurgentes y el Gobierno ofrecía ocho. La negociación de la cifra se adelantaba cuando los militares se adelantaron y, con la venia de gobierno de Gaviria, bombardearon los campamentos del Secretariado y lanzaron miles de hombres a la caza de Marulanda. Un triunfo pírrico a la corta, porque la operación fue un fracaso, y a la larga, porque la falta de esa otra pata de la mesa ha costado 200.000 muertos y 50.000 desaparecidos, según las cifras que se han conocido en los últimos días. ¡Cuánto dolor ha costado la obsesión!

La Constitución del 91 pasa el examen de los tiempos con el reconocimiento de los derechos de las llamadas minorías étnicas, la creación de la tutela como herramienta democrática y la introducción de una institución tan necesaria y útil para defender los derechos humanos y divulgar el Derecho Internacional Humanitario como es la Defensoría del Pueblo. Amarrar la elección del defensor a la Cámara de Representantes y hacerla depender de la autoridad del Ministerio Público ha limitado la necesaria autonomía para prevenir y, por tanto, implícitamente, denunciar hechos y procesos que atentan contra las libertades ciudadanas. Pese a ello, la Defensoría ha cumplido un papel determinante en la defensa de los DD.HH., tanto por sus actos y pronunciamientos como por el ejercicio de la llamada magistratura moral. La Corte Constitucional toma muy en cuenta los autos defensoriales y los argumentos de la Defensoría al fijar sus posiciones, lo que demuestra la respetabilidad que en este sentido ha ganado la institución. Una evidencia de esta afirmación es la famosa Sentencia T025 de 2004, de la Corte Constitucional, que declara la situación de los desplazados como “un estado de cosas inconstitucional”, sentencia que, sin duda, contribuyó —hoy se ve— a abrirle camino a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.

El país debe reconocer a los funcionarios de la Defensoría su valor y entrega en la defensa de los derechos humanos.